Audacia y más audacia

Cosme Beccar Varela
LBM #40
22/11/2000



El terrorista Danton, líder de la Revolución Francesa de 1789, dijo (y la frase está escrita en el pedestal de su estatua frente al Teatro Odeon de Paris): "Para vencer a los enemigos de la revolución, hace falta audacia, todavía más audacia, siempre audacia".

    Esta frase explica el éxito de las minorías promotoras de las revoluciones culturales y políticas que minan desde hace muchos tiempo al antiguo Occidente cristiano.

    La gente común, buenos padres de familia, buenos ciudadanos y honestos trabajadores, acostumbrados al pacifismo y la gradualidad en todas las cosas, cuando ven triunfar a una minoría (aunque sea con violencia y/o fraude) creen que siempre es el resultado de un clamor popular, de una evolución histórica irrefrenable y a las minorías que las encabezan, las consideran como un fruto natural de las circunstancias. No se imaginan que pueda haber un plan detrás de esos sacudones, una acción concertada de unos pocos, una situación en gran medida artificial, una amplia escenificación y una dosis enorme de audacia.

    Grandes deformadores de la opinión pública, como cierto comentarista famoso de la TV, contribuyen a este engaño del buen ciudadano, cuando ridiculizan lo que ellos llaman la "visión conspirativa de la Historia". Dicho sea de paso, la ridiculizan con sonrisas y slogans difundidos en alas de su poder mediático, nunca con un análisis serio de la Historia, ni con argumentos.

    ¿A qué audacia se refería Danton cuando pronunció su célebre frase? A esa audacia que consiste en atreverse a forzar las cosas de una manera tal que se contradiga el instinto natural de conservación de toda sociedad, gradualmente primero y, después, cuando las brevas están maduras, con toda la violencia que sea menester para dar un "salto cualitativo" -como decía Lenin, otro gran audaz- y destruir todo o algo del orden social o del pensamiento existente y pasar a un nuevo estado de cosas.

    Cuando esto ocurre, el buen ciudadano se pone nervioso, pero se somete. Aunque no le guste el cambio, trata de aceptarlo y de justificar su abandono de las antiguas lealtades atribuyendo lo ocurrido a una evolución inexorable de la Historia. Cree que si bien él no se había dado cuenta de esa evolución, el resto del pueblo sí, y tanto, que engendró a esos nuevos dirigentes que aparecen en el poder con la misma naturalidad con que los frutos en los árboles al llegar la estación.

    Si surgen otros líderes para oponerse a esa revolución, el buen ciudadano, en general, los rechaza. Intuye que los nuevos dueños del poder están decididos a no ceder y a presentar una dura lucha. Y el buen ciudadano, si hay algo que no quiere, es luchar. Esos líderes defensores del antiguo orden le parecen unos perturbadores que deben ser aislados y delatados. Cree que asi se apaciguarán los vencedores del día y de alguna manera se reconstituirá -piensan ellos- esa tibia y deliciosa paz en que transcurrían sus días.

    Justifica de este modo la represión policial contra los elementos de resistencia y aún la persecución contra otros buenos ciudadanos, tan pacíficos como él, pero que son elegidos por los amos del día como víctimas para aterrorizar a los otros.

    Los líderes de la defensa de la Fe, el Derecho y la Razón en que se fundaba la antigua civilización cristiana, sólo pueden prevalecer si los buenos ciudadanos los siguen. Ellos no tienen otra fuerza que la que quieran voluntariamente darles los buenos ciudadanos. Los audaces revolucionarios, en cambio, siempre tuvieron a su disposición una tropa de agitadores, dispuestos a todo, sin muchos escrúpulos y sin nada que perder, que usaron como un ariete contra las puertas del viejo orden.

    Antiguamente, hubo grupos de valientes que siguieron a los líderes que enfrentaron a la revolución del momento esribiendo gloriosas páginas de heroísmo en la Historia de esta lucha secular. Tales fueron, por ejemplo, los "vendeanos" franceses, los cristeros mejicanos, los requetés españoles. Todos ellos fueron derrotados, los dos primeros por sus enemigos y los últimos por sus falsos aliados.

    Pero el tiempo pasó y los cambios culturales, resultado de los cambios políticos y sociales, calaron hondo y los buenos ciudadanos son cada vez menos buenos, cada vez menos lógicos y cada vez menos valientes para estar por las suyas. Colectivamente, sin embargo, cuando son llevados por la propaganda de los nuevos dominadores, van a cualquier frente y mueren como los héroes. De hecho, cuando los nuevos amos tienen algún problema político que les cuesta resolver, suelen hacer guerras de unos contra los otros para embarcar a los buenos ciudadanos en una onda de patriotismo y en una leva forzosa o semi-forzada, en la que el dios del momento recibe el sacrificio humano de miles o millones de jóvenes hijos de los buenos ciudadanos. Y éstos, que si se hubieran opuesto oportunamente a los revolucionarios hubieran ahorrado muchas penas y muchas vidas, pero sacrificaron el Derecho para no perder su pequeña paz, lloran la muerte de sus hijos sin darse cuenta de la horrible contradicción en que han caído.

    Esta es la génesis y el proceso de todas las revoluciones que desde hace varios siglos nos han traído hasta el caos actual.

    No digo que antes de las revoluciones no hubiera injusticias que corregir. Las había, y bastantes. Pero los revolucionarios no querían corregirlas: eran sus aliadas, eran el punto de apoyo para la palanca de sus audacias. Y asi fueron destruyendo siempre algo más de la civilización cristiana o de sus restos. Todavía quedan restos a destruir y audaces que se lo proponen.

    Cuando las revoluciones triunfaban, las antiguas injusticias parecían leves comparadas con las nuevas que cometían y cometen los nuevos amos. Inclusive, siempre hubo en el orden anterior quinta-columnistas que cooperaban con los revolucionarios manteniendo (y aún agravando) las injusticias que servían a los otros de argumento revolucionario.

    Sería de desear que el buen ciudadano que lea estas líneas reflexione y no repita la historia de sus predecesores. Cada vez queda menos de la antigua civilización cristiana, pero lo que queda suelen ser las vísceras más vitales y si éstas se pierden, ya no habrá vida que defender y habrá que empezar de nuevo, y no sé a qué precio.

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