Había una vez un Obispo...

Cosme Beccar Varela
LBM #53
12/12/2000


Había una vez un país con un pueblo inteligente, de mayoría católico, un territorio bellísimo, enorme y un clima variado pero agradable casi siempre. Tenía extensas costas sobre el mar, ríos caudalosos, montañas coronadas de nieves eternas, bosques de variadas especies: Un país maravilloso.

    Lo malo era que estaba sometido a una tiranía disolvente, ejercida por una minoría de aprovechadores que, para colmo de males, eran fanáticos sostenedores de una ideología laicista que quería erradicar la fé católica del pueblo, había aprobado una ley de divorcio y una de aborto, fomentaba el libertinaje en la juventud y, adueñada de la enseñanza, infundía sus ideas ateas con apariencia de deístas y una moral permisivista, pero puritana en asuntos democráticos.

    La peor acusación que lanzaban habitualmente contra sus opositores era la de "antidemocrático". Para ellos eso era peor que ser proxeneta o ladrón.

    Estos tiranos se comían los recursos nacionales y hambreaban al pueblo. Había millones de desocupados, los viejos se morían de hambre porque no les pagaban las jubilaciones y los extranjeros millonarios y sus socios nacionales, tenían patente de corso para esquilmar al pueblo con tarifas y precios carísimos.

    El país estaba endeudado hasta las orejas, los tiranos gastaban más plata que la que les rendían los asfixiantes impuestos que cobraban a la gente.

    Había un obispo en ese país que era un santo varón, Monseñor Bonaerges. Era Obispo de Esperanza, una de las ciudades más importantes de aquel país. Se había tomado en serio aquellas palabras del Código de Derecho Canónico sobre la misión de los Obispos:

    "Procurarán que se conserve la pureza de la fé y de las costumbres en el clero y en el pueblo; que a los fieles, especialmente a los niños y a los rudos, se les suministre el manjar de la doctrina cristiana y en las escuelas se eduque a los niños y jóvenes conforme a los principios de la religión católica".

    De las bienaventuranzas del Evangelio, que el Obispo tenía permanentemente presentes en su espíritu, le conmovía especialmente aquella que decía: "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados".

    La situación en aquel país tiranizado era tal que el Obispo no podía dormir de noche pensando cómo combatir a esa canalla dominante, como defender a los débiles, no sólo de su diócesis, sino de todo el país, porque no podían salvarse sólo sus feligreses si no se salvaban todos.

    El hombre no daba abasto. En su palacio episcopal había permanentemente una romería de gente. Padres de familia desocupados, ancianos que no recibian sus jubilaciones, profesionales perseguidos por los tiranos y sin trabajo, agricultores con los campos inundados, ahorristas estafados, jóvenes desorientados, mujeres abandonadas, en fin, el Obispo era el paño de lágrimas incansable de todos quienes quisieran pedir su ayuda.

    Los Sacerdotes y laicos que lo ayudaban en su tarea pastoral se turnaban para mantener abiertas las puertas del Palacio día y noche. Nadie necesitaba pedir audiencia. Simplemente llegaba y era atendido solícitamente. El peticionante sentía consuelo simplemente por ser escuchado con atención por un Obispo cuyo amor a la justicia y permanente dedicación a su servicio lo hacía plenamente confiable.

    Por supuesto los tiranos odiaban al Obispo que no cesaba de denunciarlos y recriminarles su conducta despreciable.

    Había publicado más de 200 pastorales en dos años y en cada una había condenado minuciosamente alguna canallada cometida por los tiranos o alguna doctrina o alguna mentira o algún fraude.

    En cada pastoral ponía un plazo para corregir la injusticia grave que denunciaba. Transcurrido ese plazo reiteraba su intimación con nuevos argumentos, hasta tres veces. Si no era escuchado excomulgaba a los responsables. Ya había excomulgado a casi todo el gobierno. A los tiranos no les importaban mucho las excomuniones porque en su gran mayoría eran ateos o, diciéndose católicos, habían conseguido retorcer tanto su conciencia que ya nada les hacía mella y consideraban que la excomunión de un "fanático" (como llamaban a Monseñor Bonaerges), no valía nada.

    Pero al pueblo si le importaba y en medio de su miseria veía con satisfacción como aquellos hombres eran puestos en la picota por el valiente Obispo.

    El Prelado tenía un grupo de 500 jóvenes que se designaban a sí mismos, modestamente, como "Repartidores". Con la ayuda de estos jóvenes el Obispo no tenía necesidad de los diarios ni de la televisión que eran todos controlados por los tiranos. Cada pastoral, cada comunicación que hacía, los Repartidores la distribuían en toda la diócesis y las demás diócesis del país donde eran recibidas por grupos de adherentes que a su vez la distribuían entre sus vecinos.

    Estos envíos postales enfurecían a más de un Obispo que mantenía excelentes relaciones con los tiranos y que aborrecía la combatividad de Monseñor Bonaerges.

    Estos Obispos salvaban la cara publicando "cada muerte de obispo" una protesta chirle y genérica criticando alguna política en particular del gobierno a la que los diarios oficiales le da una trascendencia como si hubiera sido un rayo exterminador caído del cielo. Solo que ese rayo no le hacía ni cosquillas al gobierno.

    Poco a poco se fué formando en torno a aquel Obispo un movimiento nacional de resistencia a la tiranía. Este movimiento tenía sus propios dirigentes civiles porque el Obispo era generoso y estaba empeñado en promover a todos los hombres de valor que pudieran oponerse a la tiranía y sabía que las tareas de gobierno eran propias de los laicos.

    Exhortaba a los Repartidores a que ayudaran a los civiles en sus esfuerzos y los defendía contra las censuras de los demás Obispos.

    Tanto hizo Monseñor Bonaerges, que la tiranía cayó y al día siguiente un grupo de hombres de primera calidad, apoyado por la masa del pueblo agradecido, tomó el gobierno y una nueva era de felicidad comenzó para todos.

* * *

    Cualquier semejanza entre Monseñor Bonaerges y algún Obispo argentino de la época actual, es una pura ilusión óptica.

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