Navidad, la gran esperanza

Cosme Beccar Varela
LBM #60
22/12/2000

Hubo tres batallas supremas en la Creación. Al fin del mundo será la cuarta y la última.

    La primera, cuando el gran querubín, el poderoso y admirado Lucifer, se rebeló contra Dios y con él, millones de ángeles de los nueve coros celestiales.

    Frente a Lucifer surgió el arcángel San Miguel, quien lanzando su grito de guerra "¡Quién como Dios!" convocó junto a sí a los ángeles fieles y tras una inmensa batalla que hizo temblar los fundamentos de la Creación, derrotó a Lucifer.

    El Apocalipsis explica que este gran batalla fué iniciada a causa del anunciado nacimiento de Jesús. La tradición católica dice que Dios reveló a los ángeles, antes de la creación del hombre, que en un tiempo futuro una Mujer daría a luz al Hijo de Dios y exigió de los espíritus angélicos un acto de acatamiento a ese Hombre Dios y a Su Madre.

    Lucifer lejos de prestar sumisión, declaró que intentaría matar al Niño Dios tan pronto naciera. Y ésta fué la causa de la gran batalla que el Apocalipsis relata con estas palabras:

    "En esto apareció un gran prodigio en el cielo, una mujer vestida del sol y la luna debajo de sus pies y en la cabeza un corona con doce estrellas.

    "Y estando encinta, gritaba con ansias de dar a luz y sufría dolores de parto.

    "Al mismo tiempo se vió en el cielo otro portento; y era un dragón descomunal, rojo, con siete cabezas y diez cuernos y en las cabezas tenía siete diademas.

    "Y su cola traía arrastrando la tercera parte de las estrellas del cielo, y arrojólas a la tierra; este dragón se puso delante de la mujer que estaba para dar a luz, a fin de tragarse el hijo luego que ella le hubiese dado a luz...

    "Entre tanto se trabó una batalla grande en el cielo: Miguel y sus ángeles peleaban contra el dragón, y el dragón con sus ángeles lidiaba.

    "Pero éstos no pudieron triunfar y después no quedó ya para ellos lugar en el cielo.

    "Así fué abatido aquel dragón descomunal, aquella antigua serpiente, que se llama diablo y Satanás, que anda engañando al orbe universo, y fue lanzado a la tierra, y sus ángeles con él". (Apocalipsis Cap. 12, 1-9).

    En la segunda batalla estaba en juego la Humanidad entera.

    Ocurrió en el Paraíso Terrenal cuando la serpiente, poseída por el demonio, luchó con la rectitud natural de Eva para inducirla a rebelarse contra el mandato divino.

    Las Sagradas Escrituras no ofrecen una descripción detallada de esta terrible lucha interior que ocurrió en el Paraíso y en el corazón de la madre de todos los hombres, pero es dable imaginarla. Finalmente la serpiente venció y Eva se convirtió en su instrumento para inducir a Adán, padre de todos los hombres, a rebelarse también contra el mandato divino.

    La batalla aún no estaba perdida, si Adan hubiese rechazado la sugestión de Eva, la humanidad se hubiera salvado. Nunca tantos dependieron vitalmente de la decisión de uno solo.

    Si recordamos que Adan y Eva tenían el don de la ciencia infusa otorgada por Dios, es decir, el conocimiento de todas las cosas naturales, una agudeza de intuición y una fuerza de raciocinio superior a la de cualquier filósofo de los que hubo después en su descendencia, puede imaginarse la intensidad de la batalla intelectual que se trabó entre la serpiente, armada de sus sofismas y falsas sugestiones, y la lógica natural de nuestros primeros padres.

    Pero Adan, finalmente, cedió. El demonio venció. La humanidad entera fué despojada de sus dones de privilegio: la ciencia infusa, la inmortalidad, la amistad natural con Dios y la placentera vida en el Paraíso terrenal.

    Al expulsar a Adan y Eva, sin embargo, Dios les prometió que enviaría un Salvador para rescatar a los hombres del poder que el demonio, a partir de ese momento, adquirió sobre la humanidad caída.

    Y un día nació Jesús, el Hijo de Dios, largamente esperado durante varios siglos por los hombres de buena voluntad, por los patriarcas y profetas, atraído finalmente a la tierra por las oraciones insondablemente poderosas de una niña llamada María, concebida sin pecado original como fruto anticipado de la Redención de Su Hijo.

    Era un 25 de Diciembre, en el invierno del hemisferio norte. El Salvador del mundo nació en un pesebre porque no había lugar en la posada. En aquel lugar, albergue de un burro y un buey, ocurrió el mayor acontecimiento de la Historia: Dios se hizo hombre y nació de una Virgen sin romper el sello de su virginidad.

    Y empezó la gran batalla entre el Hombre-Dios y las huestes infernales, lucha en la que Nuestro Señor sufría y temía como hombre, pero no dejaba de ser Dios; lucha en la que el antiguo Dragón quería destruirlo pero temía que Su muerte fuera el fin de su reinado; lucha en la que el desenlace habría de ser una victoria de Jesús con todas las apariencias de una derrota.

    Aquel 25 de Diciembre, cuando Satanás vió al Niño maravilloso acostado sobre una cama de paja, guardado por una Madre Virgen y por un Padre adoptivo castísimo de sangre real, rodeado de miles de ángeles; cuando vió a tres reyes de Oriente llegando con su séquito y valiosos regalos y a los pastores acercarse con admiración devota, supo con su intuición angélica, mil veces más sutil que la de los hombres, que algo de una grandeza infinita se había iniciado, algo que él odiaba con toda su inmensa fuerza preternatural.

    Navidad fué el comienzo de una gigantesca batalla, la tercera, que terminó en la Cruz con la victoria del Bien, de la Verdad y de la Belleza.

    Este es nuestra gran alegría, nuestra gran esperanza, nuestra gran inspiración, nos consuela de todos los pesares y nos dá la certeza de que al final, todo terminará bien, aunque como el día de la Crucifixión, todo parezca terminar mal.

    Deseo a todos los lectores todas las bendiciones del Niño Jesús y de su Santísima Madre.

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