2031 (III)

Cosme Beccar Varela
LBM #117
22/3/2001



CAPITULO III


Martita Luppo llegó llorando a su casa. Vivía en los suburbios de Urna, con sus padres y tres hermanos menores. El Sr. Luppo había sido jefe de Taller en una fábrica de pequeños motores, cerrada por quiebra, y había perdido su trabajo.


La empresa local no pudo resistir la competencia de los motores importados de Corea o Malasia, que se vendían a la mitad del precio, a pesar de que los motores autóctonos eran de excelente y probada calidad y duraban mucho tiempo. Los importados eran más vistosos, más baratos pero de menor duración. Y en caso de necesitarse alguna reparación o algún repuesto, el costo era cinco veces mayor que el del motor local.


Pero así eran las leyes del mercado que en Platafácil se veneraban hasta tal extremo que había un templo dedicado "A los beneficios del Mercado" ubicado en una de las calles céntricas de la ciudad, a tres cuadras de la Bolsa.


En ese templo no se rezaba: se hacían operaciones de Bolsa y contratos, a cuyo efecto, en vez de los reclinatorios y de los bancos tradicionales de iglesia, había escritorios con computadoras y toda clase de máquinas que permitían comprar y vender, en todos los mercados del mundo, cualquier mercadería o cualquier título o acción, en un instante, siempre que uno contara con la rúbrica electrónica de alguna de las "sacerdotisas" que paseaban por el templo para certificar la autenticidad de la operación a pedido de cualquier devoto del Mercado que lo solicitara. Estas sacerdotisas también realizaban otro tipo de tareas remuneradas que no son del caso detallar porque no hacen a la esencia de este relato.


Elegantes jóvenes provistos de letales y silenciosos instrumentos de persuasión garantizaban el orden y la "piedad" en el templo.


Cuando el Sr. Luppo vió a su hija entrar en la casa llorando, le preguntó con angustia cual era la causa de su llanto, mientras la abrazaba cariñosamente.


- ¡Es horrible, papá! No puedo conseguir un trabajo decente. Estuve desde el alba en una cola para un puesto de cadete que se ofrecía en "La Corneta" de hoy, mientras soportaba toda clase de impertinencias de los "cuervos", pero cuando estaba por llegar mi turno, salió un hombre de la oficina gritando: "Ya está ocupado el puesto. ¡Váyanse todos!"- relató Martita sin dejar de llorar.


-¡Malditos "cuervos"! ¡Habría que matarlos a todos! - exclamó el Sr. Luppo - No te preocupes hijita. Dios proveerá. Hoy tuve una changa para descargar bolsas en el Supermercado y me gané unos pesos. Además, tu madre vendió unos trabajitos de punto, así que no nos falta nada.


- Gracias, papá. Pero eso es pan para hoy y hambre para mañana... Tengo que ayudarte, tengo que conseguir un trabajo... Esos "cuervos" ofrecen mucha plata...Ya sé, son unos miserables, pero qué vamos a hacer...


El Sr. Luppo se puso lívido, después, rojo de ira, y gritó:


-¡Nunca, Martita, nunca! Prefiero que todos muramos de hambre antes de que ni siquiera pienses en una cosa asi. ¿Cómo podés decir eso? ¿No te acordás del catecismo que aprendiste para la primera comunión? ¡Si volvés a decir algo así, te daré una cachetada! ¿No hay más decencia en este país? ¿No hay quien defienda a una niña indefensa? ¡Dios mío!.


El Sr. Luppo caminaba a grandes pasos por el cuarto tomándose la cabeza con las manos. Estaba desesperado. No sabía qué hacer. Su hija era inocente de lo que lo indignaba, y le dolía que ella pensara que estaba enojado con ella. No era con ella: era con los "cuervos" que se indignaba y con los patrones de éstos.


- Sí, papá. Hubo quién me defendiera - recordó Martita.


Y le relató todo el incidente de la trompada de Luis, de las corridas, los tiros, y el temor de los "cuervos" que, a partir de ese momento no la molestaron más.


- Cuando los "cuervos" volvieron, aterrados por los balazos de los muchachos aquellos, oí que uno le decía al de la nariz rota: "A ese muchacho que te pegó, yo lo conozco. Se llama Luis Bravo. Es ingeniero. Ya es la quinta vez que hace lo mismo. La policía lo está buscando. Ya lo vamos a agarrar y ya sabés lo que le vá a pasar - dijo, y se pasó el filo de la mano por la garganta.


El Sr. Luppo se sintió aliviado y se rió nerviosamente imaginando el miedo de aquellos "cuervos" y el dolor del canalla que había molestado a su hija, a causa de su nariz rota por la trompada del caballeresco muchacho.


En ese momento tomó dos decisiones: la primera, que atacaría a los "cuervos" como pudiera y la segunda, que buscaría a ese muchacho Luis Bravo para agradecerle y ponerse a su disposición para lo que fuera. "Es ingeniero, debe saber mejor que yo qué se puede hacer" - pensó.


Martita no buscó trabajo por varios días. Estaba demasiado asqueada y asustada con lo que le había ocurrido.


Su padre salía todas las mañanas a buscar trabajo y volvía todas las noches con las manos vacías. Su madre se agotaba cosiendo por unas pocas monedas. Martita tenía 18 años y era la mayor de los hermanos. La segunda tenía sólo 15 y Martita no quería que ella trabajara y haría todo lo posible para que eso no ocurriera; asi que tarde o temprano tendría que salir nuevamente.


El Sr. Luppo buscaba trabajo, pero también hizo otra cosa. Tenía un carabina calibre 44 que había sido de su padre y varias cajas de balas. Se fabricó una correa que le permitía llevarla colgada en su espalda, debajo de la ropa, sin que se notara demasiado y con eso se encaminó, poco antes de amanecer, a los portones de "La Corneta". Se apostó a unos 100 ms. de distancia, y desde allí observó a los "cuervos". Cuando uno de ellos se acercaba a una jovencita como su Martita, el Sr. Luppo apuntó y le pegó un tiro. Lo hirió en un hombro. Pero el revuelo que se armó fue fenomenal.


Los "cuervos" miraban para todos lados y no conseguían vislumbrar de donde había venido el tiro. El Sr. Luppo se retiró rápidamente antes de que llegaran los Cuerpos de Pacificación Democrática (CPD) que, dicho sea de paso, acudían con pasmosa celeridad cuando eran llamados por los "cuervos" pero no llegaban nunca a tiempo cuando era un ciudadano común el que pedía auxilio.


El Sr. Luppo dejó pasar dos días sin intervenir y luego, hizo lo mismo, desde otro ángulo. Esta vez le costó más escapar a tiempo, porque los CPD ahora estaban allí, custodiando a los "cuervos", y llegaron casi enseguida al puesto del Sr. Luppo. Pero éste, ágilmente, ya había huido.


A la cuarta demostración, los "cuervos" empezaron a preocuparse: o acababan con ese tipo o se les terminaba el negocio. El Sr.Luppo, en su cuarta demostración había fulminado a un "cuervo" de un tiro en la cabeza.


El Sr. Luppo no era terrorista, no pertenecía a ninguna organización, no tenía ningún objetivo político y tampoco era un criminal: lo único que quería era acabar con ese comercio infame que prostituía a las chicas que buscaban trabajo. No tenía estudios, era un mecánico, pero tenía muy claro que las jóvenes como Martita no debían ser prostituidas. Y ya que la policía no hacía nada, él haría algo.


Tenía también algunas opiniones más generales. Él pensaba que la situación de desastre económico en que el país estaba y la gran desocupación, eran el resultado del mal uso del poder político y de la codicia de algunos empresarios coimeros.


No quería quitarle nada a nadie, ni siquiera a los ricos con fortunas de dudoso origen. Pero quería que le permitieran trabajar y mantener a su familia y no comprendía por qué "los ajustes" - como decían lo políticos- siempre lo perjudicaban a él y a la gente como él.


Aunque no sabía expresarse con demasiadas palabras, era un hombre de bien, había tenido una buena educación y sabía positivamente que todo eso estaba mal. Estaba resignado y tomaba sus desgracias como si fueran el efecto de un cataclismo de la naturaleza que daña pero que no se puede impedir.


Pero cuando los "cuervos" agredieron a su hija, el Sr. Luppo decidió actuar. Por sí sólo, sin consultar a nadie, a escondidas de su mujer y de la propia Martita. Por sí y ante sí, les declaró la guerra a los "cuervos".


Un vecino suyo, hombre silencioso, más o menos de la misma edad, o sea, unos 45 años, tenía una hija que era amiga de Martita y que había sufrido las mismas agresiones de parte de los "cuervos". Cuando el Sr. Luppo volvió de su primera incursión lo vió esconder el arma en un galponcito.


El vecino -que se llamaba Grandinetti- tenía también fusil, sólo que calibre 22. Aquella cuarta noche cuando el Sr. Luppo fué a buscar su rifle, el Sr. Grandinetti tomó el suyo y lo siguió. Se apostó en las proximidades de los portones de "La Corneta" y cuando Luppo tiró y los CPD avanzaron hacia él, Grandinetti disparó también, desde otro ángulo, para proteger la huida de Luppo. Después, ambos escaparon aprovechando la obscuridad.


La desesperación puede ser buena o mala consejera. Aquellos dos hombres, uno desocupado, el otro con un trabajo precario, eran honrados y buenos padres de familia. Querían educar a sus hijos para ser hombres y mujeres de bien. Pero estaban desesperados.


La fragilidad de sus hijas, chicas buenas y de familia, agredidas por aquellos miserables "cuervos", era demasiado para ellos. Sentían que tarde o temprano sus hijas se perderían o serían violentadas, tal era el clima de inseguridad y de desparpajo que reinaba en Platafácil. Era inútil recurrir a la policía. Desesperando de encontrar cualquier protección fuera de sí mismos, resolvieron actuar por su cuenta.


El resultado de estas cuatro salidas del Sr. Luppo, fué que los "cuervos" desaparecieron de los portones de "La Corneta". La canalla es generalmente, cobarde. Durante unos días, los que buscaban trabajo y esperaban la salida del diario, gozaron de una inesperada paz. Un mínimo de orden se había restablecido por la acción de un sólo hombre, ayudado una vez por un segundo hombre. Pequeñas causas que producen los grandes efectos.


El país era un caos; los políticos robaban todo lo que podían; los empresarios amigos del régimen, lo mismo; el monopolio de las comunicaciones de masas estaba en manos de ellos; la delincuencia asolaba las ciudades y los suburbios, la pobreza y la desocupación era enorme. Pero dos hombres actuando solos y a la desesperada, habían conseguido hacer respetar la virtud de los jóvenes, al menos por algunos días.


Y no sólo eso: habían conseguido inquietar a los políticos de los partidos pochista y cívico.


La noticia de lo ocurrido le llegó al Ministro del Interior luego de ocurrido el primer ataque del Sr. Luppo. Enseguida entendió que el autor de los disparos no era un delincuente común, y por eso se preocupó.


Que todos los días hubiera asaltos y asesinatos en las calles de Urna y sus suburbios, no le importaba mucho. Él no corría peligro de ser asaltado porque se movía en helicóptero y con custodia.


Pero esto era un ataque distinto: no era contra gente honrada sino contra delincuentes y corruptores. Esto sí que era preocupante. ¿Quienes serían los autores? ¿Habría un grupo decidido a derrocar el gobierno (el Ministro asoció enseguida "delincuentes y corruptores" con su gobierno)?


Llamó al Delegado local del Tribunal Penal Internacional y lo consultó sobre el asunto. Este, a su vez, pidió una reunión con el Delegado local del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y una hora después conferenciaban.


La reunión duró tres horas y contó con la asistencia de un grupo de psicólogos sociales que alertaron contra estos primeros síntomas de desesperación moral (más peligrosa que la inquietud social que sólo se origina en una cuestión económica).


- Esta es la única fuerza que puede derrocar nuestro sistema. Si el pueblo empieza a considerar que su honra y la de sus hijos está irremediablemente perdida, puede producir actos desesperados que ninguna fuerza represiva podrá detener. Esto puede ser el principio del fin - dijo uno de los psicológos sociales.


Pero nadie le creyó, entre otras razones porque ninguna de los presentes comprendía realmente lo que significaba la palabra "honra".


(Continuará)

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